Te lo habían puesto de forma que no se podía ver lo que estaba debajo. Al girar el plato, nada. Había que romperlo todo y descubrir el interior. Ocultaba una Pavlova versionada. El merengue sin versiones estaba debajo de esa costra blanca. Por fin, lo que conocías aparecía descubierto. Tu cuerpo pedía desde el aperitivo esa sobredosis de glucosa. Rompes la capa de azúcar inicial sin pensar en los negativos efectos metabólicos y abrazas al merengue con frutas silvestres. Venías de una perspectiva sin dulzor con un paladar lastimado. La flecha indicaba dejar atrás lo salado. Ves que las burbujas adultas implican aislarse de la perspectiva anterior. No es una pausa. La dulce sensación de aislamiento será pasajera pero no infantil. Lo infantil eran aquellas pompas de jabón del parque que se desintegraban al chocar. Claro, esas eran pompas y no, burbujas. Dos mundos regidos por distintas leyes: la glicerina y la glucosa. Las dos empiezan por g. Con el postre se cierra la comida, te sacias, y con las pompas irisadas solo querías seguir soplando por el aro. Todo porque la siguiente pompa fuera indestructible. Desde nuestro cochecito, odiábamos la fragilidad que ahora anhelamos. Su inestabilidad era proporcional a la intensidad del viento mientras que esta burbuja adulta de película dura no solo no se desintegra sino que te absorbe por completo. Ha sido difícil traspasar la costra pero ya estamos con el merengue y la nata. Sensación de permanencia sin necesidad de esperar algo afuera porque más allá solo hay otras paredes duras de más burbujas, como esta en la que ahora respiras.
Pavlova del restaurante Moscow-Beijing. En San Petersburgo, julio de 2017.