Aterrizar en un país extranjero por primera vez siempre es una experiencia que acarrea sentimientos dispares. El nerviosismo provocado por el desconocimiento de su funcionamiento se entremezcla con el deseo de vivir algo diferente. Esa experiencia que te puede cambiar de algún modo. La velocidad y límite de adaptación a lo foráneo depende de la asimilación de cada viajero pero también de la acogida de los nativos.
La cultura del vino más tradicional, como un país poco acogedor, ha sido tendente a enmascarar con tecnicismos el consumo del vino. Alejándose de los consumidores hasta el punto hacerlo inaccesible. Contra todo pronóstico la nueva cultura del vino no es mucho más acogedora que la tradicional. El barroquismo de su jerga y la intensidad de sabores distancia incluso a aquellos que vienen de lo tradicional.
La exigencia de visados dictatoriales, la exclusión de la gente de buena voluntad y la necesaria bendición de algún miembro del grupúsculo provoca todo demasiada pereza. Tanta que a algunos les ha dado por visitar otros territorios con menos barreras como el de la cerveza.
En este mundo vinícola hemos conseguido entre todos que el nerviosismo colapse la ilusión de una nueva experiencia. Y me pregunto: ¿por qué no intentamos beber lo que sea con tal de que simplemente nos guste? Así, sin más.
Espumoso de Cartoixà Vermell. Bar Brutal, Abril 2016.