Para los verdistas, Rigoletto es una de esas obras mágicas que te cautiva con sus arias cargadas de emotividad y repletas de momentos álgidos. La moraleja que transmite la ópera es escasa y el mensaje de fondo es el que todos sabemos. Por esto muchos prefieren la enseñanza moral de La Traviata o de Falstaff aunque carezcan de la fuerza formal de Rigoletto. Es en el momento que raptan a Gilda cuando todos nos sentimos identificados con el Duque de Mantua y su superficial preocupación que termina en un Si bemol.
La belleza formal del melodrama de Verdi es un reflejo providencial de la sociedad en la que vivimos donde a menudo la forma prevalece frente al contenido. Verdi nos demuestra cómo es posible encontrar el camino de la excelencia melódica. Lo que no se puede ver solamente analizando la ópera es su rareza en el repertorio clásico. Ante esta escasez deberíamos tener claro la extrema dificultad de encontrar esta vía y además triunfar. Un camino tortuoso que en otros ámbitos es incluso menos aconsejable.
En la vanguardia gastronómica muchos se adentran en este camino pensando que el comensal es poco exigente y el resultado es desolador. Muchos optan por la gastronomía de florituras sin sabores agradables. Esferificaciones que no mejorar el sabor del ingrediente o liofilizaciones causantes de disonancias cognitivas. Peor es incluso cuando no existe un hilo argumental en el desarrollo de un menú degustación donde todo parece muy estético con aquellas puestas en escena hollywoodienses planas en sabor.
Como en la tensión argumental entre Maddalena y Gilda, los celos y la traición juegan un papel fundamental entre cocineros imitados y los simples imitadores. En vez de esto deberían pensar que el comensal lo que busca en muchos casos es un sabor que recordar más que una imagen que retener.
Callos de Paco Ron en Viavélez. Madrid, enero 2016.