Un desayuno excelente es una entelequia como buscar una tienda de gafas de sol en Helsinki. Por este simple hecho, parece que nos hemos empeñado en ser seres nocturnos. Es como si no empezásemos a valorar lo que ingerimos hasta que no se nos ha ido la torpeza de la somnolencia. El estado de vigilia tiene tantas fases como el del sueño aunque no exista algo como la polisomnografía para los despiertos. Por esto, muchas de las actividades interesantes pasan después de que anochezca.
Nos cuesta salir del estado comatoso del sueño para empezar el día y eso se nota en la dificultad de toparse con buenos desayunos. Yo tengo debilidad por los desayunos pero sé que no es fácil que te emocione algo al empezar el día. Es como si de alguna forma la realidad te saludara avisándote de lo que está por llegar, de que las cosas buenas escasean. En 1895 tras una noche de resaca, Guy Beringer publicó un ensayo suplicando que se inventase una nueva comida: el brunch. Si supiera en lo que ha degenerado el concepto se retractaría. Lo que es cierto es que retrasar el servicio del desayuno mejora notablemente la experiencia o al menos los que sirven esta nueva comida se esmeran un poco más. Quizás sea por el sobreprecio.
Cada vez que viajo rezo por bajar de mi habitación al desayuno y encontrar algo que me haga emocionarme. Algo que lo haya hecho una persona menos dormida que yo. Algo que postergue lo que me vaya a deparar el día. Además hay días que uno necesita que el nuevo amanecer le reciba de una manera especial. Justo esos días, lo más probable es que te encuentres en una sala de autómatas con legañas a un lado y al otro de la tostadora.
Huevos Benedict en el Hotel Four Seasons. San Petersburgo, junio de 2016.