Desde la esquina, aquella lámpara transmitía una serenidad que solo era percibida por el aparador al otro lado del salón. Reinaba una armonía indescriptible en la forma de percibir el espacio abierto. El racionalismo arquitectónico había conseguido transmitir algo tan ambiguo como el vacío. Nosotros lo habíamos intentado, pero no lo habíamos conseguido. La desorientación de las falsas percepciones por fin estaba superada. Existía una connivencia callada que nos daba sosiego. No era una cuestión de falso equilibrio o desorden estudiado lo que lo generaba. Lo que ensamblaba esa armonía era un conjunto de: guiños, miradas y sobre todo, una falta de mensaje.
Siempre hay algo no expresado entre dos personas y cuando ambas lo entienden surge esa complicidad. Otras veces uno tiene la sensación de haber revelado el alma y recibir a cambio una frase sin predicado. Aunque la situación de incomprensión es más frecuente, debemos indagar en lo implícito. Atisbar esa complicidad tácita sin desvariar. Muchas veces solo se entiende el mensaje explícito atendiendo a lo omitido. Muchas veces solo nos comprendemos así.
Un halo de serenidad en el final de una cena. Concretamente en aquel postre desprovisto con coherencia frente a la copa de Pineau des Charentes. Para alcanzar la excelencia expresiva hay que moverse entre la libertad del silencio y los condicionantes de lo explicitado. Muchas veces lo que no se expresa es más importante que lo patente. El código no escrito está ahí entre nosotros. Descifrarlo nos tranquilizará. Así yo me esfuerzo en buscar ese vacío que me aporte serenidad.
Sorbete de bergamota en Adam/Albin. En Estocolmo, noviembre de 2016.