Lo hemos complicado todo demasiado. Ahora son necesarias unas pautas sociales de actuación conforme a un código no escrito para superar los obstáculos, a los que nos acercamos cuantos más pasos damos. Ya no los salvamos con la intuición. Ocultamos nuestras reacciones inmediatas en pos de unas meditaciones tomadas en adopción. Estructuramos nuestros pensamientos conforme a un lenguaje científico ajeno. Somos malos actores.
En el reino de la experiencia no verbal, en la realidad tal y como nos invade deberíamos ser la única autoridad. Reclamemos ese dominio, ese pequeño patio de nuestra casa en el que no pueden entrar los vecinos. El tathata en el budismo es la verdadera realidad percibida por los sentidos sin las interferencias de las divisiones del pensamiento. Ese concepto tan monjil puede abrirnos la puerta a ese poder individual que hemos cedido.
Esa dicotomía entre lo que de verdad sentimos y lo que expresamos nos desune de nuestros interlocutores.
Intentaré transformar mi opacidad en cercanía:
Cada vez que como empanadillas me invade el tufillo del frito de aquellas cenas improvisadas de mi abuela.
Beber un vino con maderamen me traslada a las comidas familiares castellanas que te dejaban anestesiado.
Desconfío de la gente que come con soltura plátanos en público.
Me avergüenza decir que el plato nacional es la tortilla de patatas por si acaso nos copian.
Evito comer todas aquellas cosas que dejan mal sabor de boca porque nunca se sabe.
Prefiero los callos espesos ya que la consistencia de la salsa me dice: «llevas el cinturón abrochado».
Pido el café solo corto de agua por legado. Fueron mis padres los que me metieron en la secta.
Mi relación de amor y odio con los restaurantes viejunos se debe a una novia que tuve.
Creo ciegamente en el poder pacificador de la yema del huevo.
Ahora que he roto parte de la dicotomía ya no me queda más remedio que hablar de otras cosas. Ser transparente es una lacra.
Caldo ahumado con espagueti de alforfón de Les Cols. En Olot, diciembre de 2016.