Todo al final reside en eso: aguantar. Esperar el tiempo necesario para que lo que puede acabar contigo la palme antes que tú. Ser depredador o depredado. Dar caza a la presa o ser el sustento de un especie superior. Así, cada depredador obtiene lo que le es suyo por derecho natural, aprovechándose del eslabón anterior. La cadena energética sigue hasta la cúspide de la pirámide y una vez allí, todo es mucho más sutil, los depredadores pasan a ser presas de sus sentimientos impuestos por sus compañeros de nivel trófico. La energía canalizada se emplea en hacer miserable la vida de los otros. Ya no estamos ante la disyuntiva del sapo sobre si comerse a la mantis o la lombriz.
Aquí, en la cima, ese sentimiento que te corroe pasará, si eres capaz de centrarte en los otros pensamientos tangenciales. Toda esa energía pasada de una especie a otra para un final decepcionante, minar tu conciencia. Mientras que aquella energía perdida en el camino no ha desembocado en malos pensamientos. El desecho energético te ha liberado de otra penitencia. Más biomasa y menos sentimientos, quizás sea un buen argumento vegetariano para que evitemos canalizar de mala gana la energía de los pobres terneros. Así, me convencerían más que con las berenjenas con queso gratinadas.
Toda esta perorata no tiene nada que ver con la eficiencia energética del consumo de proteínas de origen vegetal, sino más bien con el malgasto de energía sentimental o de cómo se sucede toda esta interacción biológica para acabar con los otros antes de que sea demasiado tarde. Todo, con tal de preservar el ecosistema. Tanta escasez de proteína animal como de buenos sentimientos.
Noodles de txangurro en La Cabra. En Madrid, marzo de 2016.