Perder cosas es gratificante porque obliga a pensar en reponerlas. La mente escapa del dolor sustituyendo lo extraviado por algo nuevo. Incluso funciona cuando lo perdido es una persona. Somos maravillosos. Pierdes, repones y sigues. Un proceso sencillo de sustitución similar a la dinámica de un frigorífico de un soltero. Cuando caduca aquella salsa Satay de hace dos meses, que no fuiste capaz de usar más que una vez, es necesario comprar una salsa de chiles rojos. Algo más picante y diferente a lo caduco. Son movimientos mentales sin empatía que repelen la frustración de nuestra torpeza natural.
Por otro lado la excitación de encontrar cosas que se creían perdidas dura menos de lo que pensamos. Un momento pasajero donde se destruyen todos aquellos planes mentales creados tras la asunción de la perdida y nos encontramos con la realidad de lo perdido. Algo que ya estaba sustituido vuelve a nosotros como un bumerán. Luego pensamos en perder otra cosa menos valiosa solo por jugar. Ahí es cuando llega la despreocupación y por fin la pérdida. Pérdida buscada. Es el ciclo natural de la reposición de objetos inferiores que nos ayuda a perder el tiempo de manera miserable.
Por todo esto, benditos aquellos que pierden sus recuerdos y malditos los que los encuentran. Esos recuerdos que emanan de algún hueco cuando jurabas haberlos olvidados y procedías a reponerlos con otros nuevos y brillantes. Los que pierden los recuerdos viven en la emoción constante de la novedad. Son gente de reposición inmediata o de caducidad rápida. Al volver a ese restaurante donde los vagos recuerdos se convierten en imágenes vivas, todo está condicionado en esa segunda visita. Se pueden sentir olores pasados si uno cierra suficientemente fuerte los ojos. A veces, no traen nada bueno. Malas señales olfativas que incitan a rellenar la copa de vino. El vino actúa en favor de los dos: de los olvidados y de los encontrados.
Otra cosa muy distinta es echar en falta.
Tónico Sprenger en Salmón Gurú. En Madrid, octubre de 2016.