Aprieto abdominales mientras imagino un séquito de hombres grisáceos arrastrando archivadores a nuevos cubículos a las oficinas de la acera de enfrente. Los milenarios cambiamos de trabajo más que otras generaciones. Carecemos de lealtad. Frente a las generaciones anteriores, nos gusta hacer lo que nos atrae todo el tiempo. Las otras serían masoquistas. Quizás todo esto no tenga nada que ver con mi generación pero sí con la evolución y el olvido. La evolución social donde las alternativas nos permiten no conformarnos con una vida escalando una misma pirámide de capacidades no constatadas y el olvido de lo que ansiaban las generaciones anteriores en sus inicios. Si podían o no permitírselo es algo que no se deberían proyectar a los venideros.
Clavo la pértiga en el cajetín y veo que nos han metido en la cabeza unos mantras laborales raros. Hacernos creer que llegaremos a ese trabajo soñado en el que haremos lo que nos gusta todo el tiempo. ¡Menuda bola! En cualquier proceso hay partes odiosas. Eso es la realidad. Para hacer la tarta más bonita de todas, primero amasaremos un pegote desagradable de harina, huevo y azúcar hasta que se nos quiten las ganas de ser pasteleros. A la hora de decorar se lo dejamos a los más pequeños para sembrar en ellos la idea de perfección del proceso. Seguramente eso hicieron con nosotros las generaciones anteriores.
Ante la estulticia generalizada cruzo el listón ventralmente, creo que solo tenemos en común nuestra fecha de nacimiento y un panorama laboral maltrecho. Décadas consideradas para acotar estudios y un exceso de oferta de fuerza de trabajo.
Todo un salto generacional hacia el vacío.
Tarta de limón de Odette. En Varsovia, agosto de 2015.