He de reconocer que su sabor no siempre me gustó pero ahora, desde aquella barra, todo era diferente. Las pelotillas de servilletas y los palillos le quedaban bien. Se había creado una consanguinidad de espíritu. Dicen que eso es lo que cuenta. La cosmovisión, no el físico. Sigo creyendo que la atracción tiene que estar ahí como el toque picante del guiso. Atrapado por el abrazo de un prolongado hervor, era capaz de entender muchas cosas. La importancia de la profundidad del sofrito era el reflejo su mirada. Todo un poso de sabores conseguidos tras la experiencia de la soledad de una cazuela. Creía que me escaparía airoso de su personalidad pero caí preso de la untuosidad de la salsa. Pringoso en su gelatina, me rendí y mojé el pan. Con ese puñetazo de sabor había cedido a muchos presupuestos vitales. Ceder y rendirse eran dos términos que ya no me importaba reconocer. Ahora me adentraba en el mundo de la casquería sin tener referencias claras. La numismática de las entrañas ya no parecía algo pasado de moda. Era un viaje adictivo que me mantendría impaciente por nuevas expresiones del mismo guiso. Borboteaba en mí una ilusión infantil. Quizás otras preparaciones tuvieran ese tufillo altanero y pretencioso para ocultar esa vacuidad tan propia del comer pero en las vísceras no había nada de eso. Directas y sin rodeos, eran un aporte calórico para un alma rota. Eso era lo que debería ser todo. Grasa reconfortante en un mar de opciones hipocalóricas. Por fin lo entendía, eran una excepción.
No importaba lo tarde que lo hubiera descubierto porque ya todo tenía más sentido.
Hoy me he acordado de ella.
Callos del bar Pinotxo. En Barcelona, septiembre de 2015.