Tenemos la suerte de vivir en un país donde las estaciones están delimitadas. No pasamos de la frenética actividad del invierno a la ociosidad del verano sin un periodo de adaptación. En otros sitios del planeta solo existen dos temporadas o incluso una sola. Cada temporada tiene unas particularidades más o menos cabales. En el verano, todo se ralentiza para darnos un respiro de nuestras rutinas; mientras que en invierno, tenemos una época de consumo desorbitado para sobrellevar las bajas temperaturas y empezar cada año con propósitos que no se cumplirán. El pasar de una a otra con el gris del otoño o con el verde de la primera es de agradecer. Esa adaptación cromática necesaria para tener un cambio llevadero de la apatía de agosto a la fiebre consumista de diciembre.
Hemos pasado de que nos de exactamente igual comer una menestra en agosto a ser unos fundamentalistas de la estacionalidad delimitando los días de la temporada de caza de la becada y la recolección de la alcachofa. Esto se está volviendo contra nosotros. Cuando nos aseguran que las nécoras vienen de Galicia y en el fondo vienen de un poco más al sur, podremos establecer los límites cronológicos que queramos para su consumo pero sabemos que no estamos teniendo en cuenta datos relevantes de la ecuación. La globalización también esta dentro del paquete de patrones de consumo y su estacionalidad. Obviarla sería absurdo cuando pretendemos acceder a una gastronomía cosmopolita.
El proceso de cambio paulatino de estaciones es conveniente para nuestros cambios de humor. No obstante la estricta estacionalidad para los alimentos se debería de tener en cuenta de una manera orientativa. Más que nada para evitar sustos y disgustos. Todos sabemos que el dudoso origen de los alimentos hace que los calendarios sirvan solo para apuntar los planes que no se van a realizar y a veces, ni eso.
Menestra de verduras en el Restaurante Rodero. Pamplona, mayo de 2016.
Un comentario en “El afán por la estacionalidad”