Esa animadversión con la mentira se tiene que deber a algo. El reconocer que nos engañan constantemente debería servirnos para inmunizarnos a las pequeñas mentiras, incluso preferirlas a algunas verdades. Y esto sin tener en cuenta que deberíamos ser más receptivos por la cantidad de las verdades selectivas que salen de nuestra boca.
La mentira parte de nuestra imaginación y no está tan condicionada como la verdad. La condicionan el receptor y nuestra pericia. Por contra, la verdad depende de los caprichos del destino. Lo peor son las mentiras mal construidas, las incoherentes, y todo por la impericia de algunos. Ese grupillo de falsedades, y sus falsos correspondientes, dejan mal a las genuinas mentiras, las coherentes. Los engaños ingeniosos nos pueden trasladar a un clima de tranquilidad incuestionable, una seguridad imperecedera. Eso sí, es necesario no llegar nunca a conocer la verdad que tapan porque, solo entonces, nos sumiremos en la desdicha.
Muchos aditivos en la comida juegan el papel del ingenio en la mentira. La grasa como sostenedora de sabor o el azúcar como gancho fácil son ejemplos burdos. Aquí ya somos más laxos y consentimos a nuestros paladares. Parece ser que en el campo gustativo nos importa poco que nos oculten el verdadero sabor: el amargor del café o la insipidez de las patatas. Claramente aquí preferimos el artificio. Por eso, recubrir las cosas de pequeñas mentiras para poder digerirlas tampoco es tan malo. Muchas veces la verdad decepciona. Petronio decía, mientras se atiborraba a pasteles: Mundus vult decipi; ergo decipiatur. Hoy, no sé si hacerle caso.
Nigiri de huevo de codorniz y lámina de tocino de 99 Sushi Bar. En Madrid, mayo de 2016.
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