Todo se desmorona cuando un día te dicen que Brasil es cinco veces más grande que Alaska. Un dato manda a la mierda mi memoria fotográfica y lastra mis ganas de visitar Anchorage, uno de esos sitios que quería conocer sin una justificación. Por otro lado, magnifico mi tiempo Brasil y paso a verlo como un país infinito de batucadas y caipirinhas. La transformación cartográfica de mi cabeza es dolorosa como cualquier otra y más cuando se forja a base de repeticiones y de años.
Quizás sea tarde para cambiar a otros mapas ya que solo verlos te provoca rechazo. Cuando estás acostumbrado a lo torcido, muchas veces lo prefieres. Si adoptas esta postura es porque te aporta tranquilidad. Cambiar algo soldado a ti es un trastorno que no vas a asumir. Distorsionar un mapamundi es soportar los tirones de mofletes de las amigas de tu abuela. Conformarse es evitarlos. Aparentemente es una postura derrotista pero cuando un giro no te aporta nada, ¿para qué tomarlo?
Con los vinos vamos refinando el gusto nacional pero todavía quedan reminiscencias de un viejo paladar hecho a vinos difíciles y mal elaborados. Aunque no hemos tenido la historia vinícola francesa, damos pasos temerosos hacia una evolución pareja a la de nuestros vecinos. Aquí siguen dominando los vinos industriales y normalizados para un público conformista. Los que hacen cosas diferentes intentan que mudemos mientras bebemos. Lo que convierte el cambio en besos en los mofletes.
Hemos llegado aquí por querer representar un elipsoide en un cilindro. Volvamos a Brasil.
Díscolo (D.O. Toro) en La Fisna. En Madrid, octubre de 2016.