Un tipo gracioso me comentaba que no le importaban lo bonitas que fueran las sillas. Solo buscaba sentirse lleno al acabar. Si estaba rodeado de gente guapa lo agradecía pero si no estaba con su mujer y así evitar comparaciones. Las moderneces no eran su predilección ya que él era sencillo. Un discurso de color azul celeste tirando a simpático. Simplemente caía bien. No obstante, esta declaración de manidas intenciones tantas veces expuesta tenía un doble sentido. El primero y más importante: posicionarse en el tablero de juego. Ya sabemos con que piezas juega cada uno. El jugaba con blancas. Era ofensivo pero diferente. El segundo sentido era diferenciarse: yo busco autenticidad y no tu superficialidad.
No se puede negar que somos seres visuales. Nos atraen los neones y la simetría. Lo malo es no dar por supuesto esta premisa y construir tu reflexión sobre una percepción irreal. La falsa asociación de la afición a la gastronomía con la exaltación de lo visual en detrimento del propio acto de comer es una lacra. Lacra y, a la vez, presupuesto erróneo de partida. La popularización de lo gourmet por los medios audiovisuales ha contribuido a esta percepción truncada.
Lo que queda claro es que jugaré con negras que buscan una experiencia que va mucho más allá de lo visual. Para mi todo es: disfrutar con los sabores, entender el sentido del discurso y revivir memorias. Aunque también prefiero que las sillas sean cómodas.
Cubo «lunar» en Arzak. En San Sebastián, enero de 2017.
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