Las canicas tenían su encanto pero también, muchas pegas. A tu madre le daban pánico porque te las podías tragar. Siempre tenían esos bultos que afeaban la perfección de la esfera, imperfecciones por golpes. Los defectos de producción eran cráteres sin sentido. Además se perdían. Nunca conseguí tener más de diez y lo de acarrear una bolsa ruidosa era un mal sistema. Sin embargo, las cosas que me apasionan las imagino como canicas perfectas, esferas pulidas de cristal llenas de colores fosforitos. Me sumerjo dentro de ellas flotando en sus galaxias irisadas. Las exploro con la actividad de un niño y cuanto más las conozco más me esfuerzo por adentrarme hasta el núcleo. Dicen que una vez que llegas al núcleo, te desintegras. Pero a mí no me da miedo lo que dice la gente.
En la gastronomía disfruto de la experiencia como un todo. Al contrario de los que acuden a los restaurantes por no cocinar en casa o para los que la decoración tiene efecto sedante, busco la infinidad de vértices en la esfera. Son las galaxias de dentro de las canicas. Globos perfectos por descubrir.
Luego siempre me da miedo dar una toba a la canica y que se haga añicos. Ese miedo es parte del juego. Hay que meterlas en la tronera y desplazar a otras. Otras canicas ocupan su espacio, estorban. Hay que priorizar. Siempre me decanto por la canica más gorda y contemplada, mi acercamiento a la gastronomía.
Lo que de pequeño creía que eran galaxias, ahora de mayor me doy cuenta de que solo son mejunjes de vidrio, alabastro y cerámica. Las mellas ya no me importan.
Postre de Kazutoshi Narita en Esquisse Cinq. En Tokio, marzo de 2017.