En el terraplén vital, me he dado cuenta de que es más fácil empujar que tirar. La inercia y mi peso me ayudan a mover el objeto. Parece que solo acompaño. En ese punto, justo ahí cuando cambian las fuerzas, logro lanzar el objeto cuesta abajo. Entonces pienso si puede haber voluntad en la inercia. Mi peso no lo cuestiono. Como si la inercia fuera acompañada de la desidia. Y la desidia animada por una amenaza: si no te mueves, te estancas y si te estancas, no pasas página. Concatenación de ánimos que me llevan a nuevos rumbos. Ya la dependencia no está motivada por una actitud loable sino por un ultimátum. Ahora avanzo rápido, pero salvando desniveles. Quizás haya empujado cuesta abajo a muchos pesos con los que dejar de ser consecuente. Esa liberación de traiciones me hace ver lo que de verdad valoro: la lealtad. Aunque no sé muy bien qué es. La intuyo como lo contrario a aquellos vinos decepcionantes o en las antípodas de ese flan que recondujo mi atención hacia lo importante. Un puñado de percepciones subjetivas que conforman mi manual de referencia. Seré fiel a todo lo que escriba allí. La importancia del recogemigas y de que haya vino en mi copa en todo momento. De eso va todo, de valorar momentos que a otros les importan una mierda. Cada uno con su manual y yo me acercaré a los que sepan apreciar el mío. Creo que son suficientes los desniveles vitales como para intentar salvar los relacionales. Esta lección de vida queda pendiente de interiorizar. Será para el próximo año. Ahora entiendo de forma diferente lo que escribía hace un año. Algo que no debería asociar pero que lo asocio a mi 2017. Un año de empujones, de inercias, de cambio de fuerzas y, sobre todo, de tirar por la borda cosas sin justificación. Todo por empezar un 2018 más ligero pero con empuje.
Flan de Alborada. En Coruña, julio de 2017.