Es maravilloso ser espectador de la cantidad de aperturas de locales de moda. Vivimos un momento de fiebre gastronómica donde cualquier idea puede ser un negocio. Asistimos ojipláticos a modelos de restaurantes sin una identidad. No nos trasmiten nada sino que nos bendicen con la señal de la dichosa tendencia. Grandes expectativas que no aportan nada nuevo, solo propuestas rentables. En este momento hay más aperturas que las que uno puede asimilar.
Muchos se bastan de la concurrencia de dos factores de éxito: localización y repercusión mediática inducida. Lamentablemente la mayoría del público reacciona muy bien a esos parámetros. La localización es una obviedad pero en una segunda lectura vemos que ciertas zonas antes muy cotizadas está pasando a ser áreas a evitar debido a la masificación de propuestas resultonas. La subjetividad propia del segundo factor hace que mi crítica peque de soberbia así que lo dejaré al libre albedrío.
Llevo unos años en los que no acudo a los restaurantes hasta un año después de su apertura, justo después de esa efervescencia. Si no han cerrado y se sigue hablando de ellos puede que sea una buena señal. También recelo de aquellos que salen en muchos medios a los días de su apertura. Soy de los de la opinión que el panorama culinario tiene que ser dinámico pero con sentido. Se suceden las aperturas con autobombo que empañan aquellos proyectos sinceros y novedosos.
Pareceré simplista pero esta saturación de oferta, como una concentrada disolución, no beneficia al público aficionado a la gastronomía. Los que acuden raudos lo hacen para vanagloriarse. Al comer allí, ya pueden decir a los demás que han vivido la experiencia. En eso se resume todo, en poder comentar durante el café con los compañeros de trabajo que han estado en ese sitio tan chulo del que todo el mundo habla.
Habas con panceta de Bao. Londres, abril de 2016.