En la palestra veraniega nos vemos despojados de muchos escudos con los que nos protegen en otras épocas del año. Uno de ellos es la vestimenta. A menos ropa, más sinceridad social. Ahora que estamos metidos de lleno en la época de piscinas podemos observar el comportamiento más primitivo de cada uno de nosotros. En ese maravilloso escaparate, todo el mundo tiene que demostrar su destreza ante la hostilidad de la parcial desnudez. Hay muchas formas de afrontar el trance: arrojo, timidez, confusión, sencillez… Tenemos al tipo de gimnasio que cultiva su cuerpo y se pavonea al verse cómodo ante los ojos de los que él considera sedentarios, a la chica que posa para ver las reacciones de los demás y autoafirmarse, los acobardados que intentan postergar hasta el último momento el quitarse la camiseta o los que pasan de los demás con el único objetivo hacer piruetas y entradas triunfales en el agua. Claro que no todas las personalidades se pueden reducir a estos cuatro estereotipos; pero, sin duda, son los más pintorescos. Exteriorizan una pose condicionada por sus perceptores y por el momento. Seguramente en otras épocas del año no puedan dar rienda suelta a su actuar tal y como los vemos al lado del socorrista.
Este teatro impostado se sucede a menudo a la hora de elegir el vino en una comida. En especial cuando los comensales no se conocen bien. Como el vino ha sido parte de nuestra cultura, existen una serie de leyes no escritas que generan unos automatismos muy peculiares. Seguramente hayamos compartido mesa con: aquel entendido que prefiere Ribera a Rioja; recientemente al que no puede tomar algo que lleve cápsula y no lacre; el indiferente que siempre deja que decidan otros; la que prefiere siempre vino blanco un poquito dulce; o el que afirma que le han recomendado un vino exclusivo de una latitud desconocida. Todas estas escenificaciones se han creado en parte por la necesidad obligada por el entorno de entender de vino. Debíamos saber de vino por ser algo parte de nosotros, parte de la herencia cultural patria. Pero no se nos pedía que supiéramos con rigor, tan solo que pudiéramos adoptar una pose. Así partiendo de cómo nos veamos dentro el grupo tomamos el timón, hacemos un comentario irrelevante o dejamos que nos lleven.
A diferencia de la escenificación en la piscina estas teatralizaciones sociales en torno al vino nos fastidiaran una comida y solo por eso deberíamos actuar lo menos posible, lo que implica reconocer sin reparos el desconocimiento del vino. En el vino deberíamos ser él que se queda en camiseta. Sin embargo en nuestra cultura hemos entendido lo contrario: si eres el fuerte de la historia o tienes la osadía suficiente para entrar en la piscina con un doble tirabuzón, el verano es para ti.
Amontillado en rama en la Taberna Averías. Madrid, julio de 2016.
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