El mundo es imperfecto y nuestro paso por él está condicionado por infinidad de factores. Esto, además de un perogrullada banal, es el marco de juego de nuestra existencia. Las relaciones con otras personas, a su vez condicionadas por sus propios marcos existenciales, se configuran en la mayoría de los casos como un mero intercambio de intereses. Cuando ese intercambio no está regido por un contrato, el resultado depende de las esencias de las partes. Una persona egoísta optará por el aprovechamiento en sus intercambios mientras que alguien ingenuo decidirá pensar bien de aquel que tiene enfrente.
En esta amalgama de disparidad pocas veces aparece la anhelada reciprocidad. Esa sensación de empate, de justicia natural. No obstante, me pregunto si otras personas verán igualdad donde yo veo disimilitud. Muchas veces nos vemos desamparados por comportamientos ajenos y otras, gratamente sorprendidos. Estas situaciones siempre son desfavorables para una de las partes por lo que hay que intentar corregirlas. Para corregirlas hay que ser justos con nosotros mismos, mediante la correcta propiocepción, y para con los demás, que se resume en el aforismo: suum cuique tribuere (dar a cada uno lo suyo.). La capacidad de ser justos con los demás está influenciada por experiencias inmediatamente anteriores que han generado un juicio de valor sobre lo dado y lo recibido. Es demasiado humano tener ganas de revancha con el mundo tras un expolio o que brote en nosotros una generosidad desenfocada cuando nos demuestran un cariño incondicional que no habíamos recompensado. Incluso ante estas lecciones vitales de total desequilibrio, en decisiones futuras volvemos a caer empujados por nuestra esencia. Si llegamos a darnos cuenta de nuestros fallos, brotarán sentimientos deleznables como la culpa o el narcisismo, que solo intentan dejar un rastro de reflexión para corregir futuras desviaciones. En un sermón que escuché recientemente, el capellán hablaba de que la culpa era una mujer soltera con la que nadie se quería casar. Considero que si no hubiese sido tan victimista, seguramente hubiese mencionado que la reciprocidad era una mujer mitológica.
En la mesa, pasa lo mismo. Las comidas pueden ser inesperadamente excelentes o se pueden prevalecer de otros mecanismos para arrastrarte hasta sus cocinas en vano. En la foto está el maestro de la tempura Mikawa Zezankyo que se entrega en cada servicio de manera incondicional sin esperar a la dichosa reciprocidad y hace bien.
Cabeza de gamba tempurizada por Mikawa Zezankyo. En Koto-ku, noviembre de 2015.