Estamos inmersos en un periodo de propósitos individuales. El cambio de año no puede quedarse en algo como lo que es. Hay que cambiar el alicatado del baño y no solo las cortinas de la ducha. Nada es nuevo en nosotros pero lo obviamos. Lo que queremos que sea el futuro se decide en estos días. Más adelante no hace falta institucionalizar los propósitos. Hasta mejor, si no se tienen. ¿Quién iba a querer tener una determinación firme de actuar en otro momento que no sea el inicio del año?
Nos gustan las escenificaciones. Las que exteriorizamos son las asumibles, pero siempre hay temerarios de las inalcanzables que las gritan a los cuatro vientos. Ellos son poéticos y admirables. Mientras que las resoluciones factibles pueden devenir en cualquier engendro, los propósitos incumplibles poseen una certeza inapelable, que no se cumplirán. Tienen un indudable atractivo, un desenlace fáctico fijo y una multiplicidad de finales imaginarios, hipótesis oníricas infinitas. No hay nada más poderoso que esa multiplicidad de escenarios irrealizados. Elucubrar sus posibles conclusiones puede llegar a ser más gratificante que conseguir alicatar un baño.
No me he propuesto nada que no me proponga todos los días y que no explicitaré, quedará en mi fuero interno. Las certidumbres de la consecución de mis determinaciones las sabrán a quienes les incumban y las que me atreva a enunciar serán imposibles. Por mi parte, intentaré beber mejor en este nuevo año y esto les incumbe directamente porque lo sufrirán como si les importase. Mis alaridos virtuales sustentarán mi reputación a la par que darán repercusión a los hitos alcanzados. Al final, lo único cierto es que continuamos en la cuadratura Urano-Plutón, una escenificación externa del cosmos.
Posos del café de Maison Kitsuné. En Paris, noviembre de 2016.