Nos encantan los advenimientos y no lo podemos evitar. Deseamos que lleguen personas y que ocurran acontecimientos que nos liberen del mal trago actual. Como si en ese futuro no existieran los lunes. La parusía fue anunciada por los testigos de Jehová con fechas exactas hasta 1925 y luego se debieron cansar. Otros aguardan el advenimiento inteligencia artificial fuerte y lo llaman singularidad tecnológica. Ojalá los robots puedan en el futuro automejorarse de manera recurrente y nos hagan la vida más fácil, pero no más estúpida. Algunos elegidos tienen sueños premonitorios que les da acceso a la cuarta dimensión para viajar al futuro.
Todas estas representaciones futuras están basadas en experiencias pasadas que se proyectan de manera mesiánica para albergar esperanzas. Así como la inferencia bayesiana puede ayudarnos a conocer los síntomas de una enfermedad, la ley de rendimientos acelerados nos permite imaginarnos una sociedad lejana donde se han producido cambios irreversibles de la cosmovisión del mundo. Casi todo esto nos promete un nosotros futuro mejor.
Pero a mí me da miedo el futuro cuando meto la ropa sucia en la lavadora. Mi moderada aversión al riesgo hace que recurra a menudo a platos que ya he probado y a vinos que ya conozco. Se puede interpretar como inmovilista. Aunque sería una interpretación simplista y poco crítica con los futurólogos, es cierta. Anhelar es evadirse pero se puede esperar sin grandezas. Anoche mi sueño premonitorio fue volver a disfrutar de ese bocado que tan feliz me hizo por un momento.
Maki de pan con mejillón en escabeche de Solla. En Poio, agosto de 2016.
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