Lo inabarcable de las orbitas planetarias es cuestión del tamaño. Nuestra insignificancia atómica nos hace incapaces de interiorizar las trayectorias. Podemos analizar su física o lanzar las bolitas de la maqueta del sistema solar colgada del techo. Todo esto no es suficiente. Nos llevan pero parecen tan lejanas como si no fueran con nosotros. Ellas no son secciones cónicas como cortes limpios de cuchillo sino curvas geodésicas sobre la curva del espacio-tiempo. Son otra cosa. Cuanto más excéntricas, menos tardan en dar una vuelta. Y si nosotros cambiamos con el tiempo, las excentricidades también.
Lo sempiterno es lo orbitado, la fuerza central del bonito recuerdo como fuerza gravitatoria de la experiencia. Con el canguelo de innovar y cagarla, casi siempre giro en torno a un recuerdo. El orbitado recuerdo de lo que pasó. Intocable y con una fuerza propia atrae a mis nuevas experiencias hasta casi rozarlas, como Vulcanos. En ese punto más próximo entre orbes, el periastro, todo se ralentiza mientras pienso si repetir o evitar. De repente se produce una repulsión total que me tira para atrás hasta el punto más alejado. Evito y opto por otro plato, una posible nueva orbita o más basura espacial. Estaba en ese mismo restaurante a punto de pedir el mismo plato que me cautivó. En el apoastro del nuevo designio me tranquilizo porque allí mantendré la pureza del recuerdo. No lo empañaré sino que lo orbitaré.
En este saco de recuerdos lleno de planetas, asteroides, cometas y chatarra espacial, orbitamos de manera más o menos excéntrica alrededor de dos estrellas centrales, lo que pasó y lo que recordamos. Después lo que termina llenando todos los huecos es el polvo cósmico.
Sashimi de kuromutsu marinado en Den. En Tokio, marzo de 2017.